EL LOBO ESTEPARIO I




EL LOBO ESTEPARIO

HERMANN HESSE

I

  El lobo estepario es una de las lectura más impactantes y que más suelen recordar quienes la emprenden. Por un lado, la historia que narra es un alucinante viaje a los temores, angustias y miedos a los que se ve abocado el hombre contemporáneo. Nos ofrece diversas dimensiones de un personaje que intenta vivir al margen de las convenciones sociales. 

Se trata de la descripción entre la fantasía y la realidad de la vida de un hombre solitario, culto, desesperado, antisocial, ateo y suicida en potencia, que acaba convencido de tener un alma mixta de hombre y de lobo estepario y que alcanza su verdadero concepto de la felicidad a través de una serie de experiencias transgresoras en medio de una sociedad burgesa, a la que aborrece, a través de la amistad con personas a las que nunca habría frecuentado en condiciones normales. Se puede leer como una obra transgresora, rebelde e inmoral o, por el contrario como una metáfora del valor de la vida y la muerte, del odio y del amor en las sociedades modernas huérfanas de valores, en definitiva del destino del hombre. Quizá entre lo más singular de esta novela esté que se trata de una obra muy leída por los adolescentes, que descubre un modo duro de enfrentarse a la sociedad, a las relaciones sentimentales y a la muerte.


Introducción

Contiene este libro las anotaciones que nos quedan de aquel hombre, al que, con una expresión que él mismo usaba muchas veces, llamábamos el lobo estepario. No hay por qué examinar si su manuscrito requiere un prólogo introductor; a mí me es en todo caso una necesidad agregar a las hojas del lobo estepario algunas, en las que he de procurar estampar mi recuerdo de tal individuo. No es gran cosa lo que sé de él, y especialmente me han quedado desconocidos su pasado y su origen. Pero de su personalidad conservo una impresión fuerte, y como tengo que confesar, a pesar de todo, un recuerdo simpático.

El lobo estepario era un hombre de unos cincuenta años, que hace algunos fue a casa de mi tía buscando una habitación amueblada. Alquiló el cuarto del doblado y la pequeña alcoba contigua, volvió a los pocos días con dos baúles y un cajón grande de libros, y habitó en nuestra casa nueve o diez meses. Vivía muy tranquilamente y para sí, y a no ser por la situación vecina de nuestros dormitorios, que trajo consigo algún encuentro casual en la escalera o en el pasillo, no hubiésemos acaso llegado a conocernos, pues sociable no era este hombre, al

contrario, era muy insociable, en una medida no observada por mí en nadie hasta entonces; era realmente, como él se llamaba a veces, un lobo estepario, un ser extraño, salvaje y sombrío, muy sombrío, de otro mundo que mi mundo. Yo no supe, en verdad, hasta que leí éstas sus anotaciones, en qué profundo aislamiento iba él llevando su vida a causa «de su predisposición y de su sino», y cuán conscientemente reconocía él mismo este aislamiento como su propia predestinación. Sin embargo, ya en cierto modo lo había conocido yo antes por algún ligero encuentro y algunas conversaciones, y el retrato que se deducía de sus anotaciones, era en el fondo coincidente con aquel otro, sin duda algo más pálido y defectuoso, que yo me había forjado por nuestro conocimiento personal.

Por casualidad estaba yo presente en el momento en que el lobo estepario entró por vez primera en nuestra casa y alquiló la habitación a mi tía. Llegó a mediodía, los platos estaban aún sobre la mesa y yo disponía de media hora antes de tener que volver a mi oficina. No he olvidado la impresión extraña y muy contradictoria que me produjo en el primer encuentro: entró por la puerta cristalera, después de haber llamado a la campanilla, y la tía le preguntó en el corredor, medio a oscuras, lo que deseaba. Pero él, el lobo estepario, había levantado olfateante su cabeza afilada y rapada, y, oliendo con su nariz nerviosa en derredor, exclamó, antes de contestar ni de decir su nombre: «¡Oh!, aquí huele bien». Y al decir esto, sonreía, y mi tía sonreía también, pero a mí se me antojaron más bien cómicas estas palabras de saludo y tuve algo contra él.

—Bien —dijo—; vengo por la habitación que alquila usted.

Sólo cuando los tres subimos la escalera hasta el doblado, pude observar más exactamente al hombre. No era muy alto, pero tenía los andares y la posición de cabeza de los hombres corpulentos, llevaba un abrigo de invierno, moderno y cómodo, y, por lo demás, vestía decentemente, pero con descuido, estaba afeitado y llevaba muy corto el cabello, que acá y allá empezaba a adquirir tonalidades grises.

Sus andares no me gustaron nada en un principio; tenía algo de penoso e indeciso, que no armonizaba con su perfil agudo y fuerte, ni con el tono y temperamento de su conversación. Sólo más adelante observé y supe que estaba enfermo y que le molestaba andar. Con una sonrisa especial, que entonces también me resultó desagradable, pasó revista a la escalera, a las paredes y ventanas, y a las altas alacenas en el hueco de la escalera; todo ello parecía gustarle y, sin embargo, al mismo tiempo le parecía en cierto modo ridículo. En general, todo el individuo daba la impresión como si llegara a nosotros de un mundo extraño, por ejemplo de países ultramarinos, y encontrara aquí todo muy bonito, sí, pero un tanto cómico. Era, como no puedo menos de decir, cortés, hasta agradable, estuvo en seguida conforme y sin objeción alguna con la casa, la habitación y el precio por el alquiler y el desayuno, y, sin embargo, en torno de toda su persona había como una atmósfera extraña y, al parecer, no buena y hostil. Alquiló la habitación, alquiló también la alcoba contigua, se enteró de todo lo concerniente a calefacción, agua, servicio y orden doméstico, escuchó todo atenta y amablemente, estuvo conforme con todo, ofreció en el acto una señal por el precio del alquiler, y, sin embargo, parecía que todo ello no le satisfacía por completo, se hallaba a sí mismo ridículo en todo aquel trato y como si no lo tomara en serio, como si le fuera extraño y nuevo alquilar un cuarto y hablar en cristiano con las personas, cuando él estaba ocupado en el fondo en cosas por completo diferentes. Algo así fue mi impresión, y ella hubiera sido desde luego muy mala, a no estar entrecruzada y corregida por toda clase de pequeños rasgos. Ante todo era la cara del individuo lo que primero me agradó. Me gustaba, a pesar de aquella impresión de extrañeza. Era una cara quizá algo particular y hasta triste, pero despierta, muy inteligente y espiritual y con las huellas de profundas cavilaciones. Y a esto se agregaba, para disponerme más a la reconciliación, que su clase de cortesía y amabilidad, aun cuando parecía que le costaba un poco de trabajo, estaba exenta de orgullo, al contrario, había en ello algo casi emotivo, algo como suplicante, cuya explicación encontré más tarde, pero que desde el primer momento me previno un tanto en su favor.

Antes de acabar la inspección de las dos habitaciones y de cerrar el trato, había transcurrido ya el tiempo que yo tenía libre y hube de marcharme a mi despacho. Me despedí y lo dejé con mi tía. Cuando volví por la noche, me contó ésta que el forastero se había quedado con las habitaciones y que uno de aquellos días habría de mudarse, que le había pedido no dar cuenta de su llegada a la Policía, porque a él, hombre enfermizo, le eran insoportables estas formalidades y el andar de acá para allá en las oficinas de la Policía, con las molestias correspondientes. Aún recuerdo exactamente cómo esto me sorprendió y cómo previne a mi tía de que no debía pasar por esta condición. Precisamente a lo poco simpático y extraño que tenía el individuo, me pareció que se acomodaba demasiado bien este temor a la Policía, para no ser sospechoso. Expuse a mi tía que no debía acceder de ningún modo y sin más ni más a esta rara pretensión de un hombre totalmente desconocido, cuyo cumplimiento podía tener para ella acaso consecuencias muy desagradables. Pero entonces supe que mi tía le había prometido ya el cumplimiento de su deseo y que ella en suma se había dejado fascinar y encantar por el forastero; ella no había tomado nunca inquilinos, con los que no hubiera podido establecer una relación amable y cordial, familiar, o mejor dicho, como de madre, de lo cual también habían sabido sacar abundante partido algunos arrendatarios anteriores. Y en las primeras semanas todo continuó así, teniendo yo que objetar más de cuatro cosas al nuevo inquilino, mientras que mi tía lo defendía en todo momento con calor.

Como este asunto de la falta de aviso a la Policía no me gustaba, quise por lo menos enterarme de lo que mi tía supiera del forastero, de su procedencia y de sus planes. Y ella ya sabía no pocas cosas, aunque él, después de irme yo a mediodía, sólo había permanecido en la casa muy poco tiempo. Le había dicho que pensaba pasar algunos meses en nuestra ciudad, para estudiar en las bibliotecas y admirar las antigüedades de la población. En realidad, no le gustó a mi tía que alquilase el cuarto sólo por tan poco tiempo, pero evidentemente él la había ganado para sí, a pesar de su aspecto un tanto extraño. En resumen, el departamento estaba alquilado, y mis objeciones llegaron demasiado tarde.

—¿Por qué dijo que olía aquí tan bien? —pregunté.

A esto me contestó mi tía, que algunas veces tiene muy buenas ideas:

—Me lo figuro perfectamente.

En nuestra casa huele a limpieza y orden, a una vida agradable y honrada, y eso le ha gustado. Parece como si ya hubiese perdido la costumbre y lo echara de menos.

—Bien —pensé—: a mí no me importa. Pero —dije— si no está acostumbrado a una vida ordenada y decente, ¿cómo vamos a arreglarnos? ¿Qué vas a hacer tú si es sucio y lo mancha todo, o si vuelve a casa borracho todas las noches?

—Ya lo veremos —dijo ella riendo, y yo lo dejé estar.

Y en efecto, mis temores eran infundados. El inquilino, si bien no llevaba en modo alguno una vida ordenada y razonable, no nos incomodó ni nos perjudicó, aún hoy nos acordamos de él con gusto. Pero en el fondo, en el alma, aquel hombre nos ha molestado y nos ha inquietado mucho a los dos, a mi tía y a mí, y dicho claramente, aún no me deja en paz. De noche sueño a veces con él, y en el fondo me siento alterado e inquieto por su causa, por la mera existencia de un ser así, aun cuando llegué a tomarle verdadero afecto.

Un carretero trajo dos días después las cosas del forastero, cuyo nombre era Harry Haller. Un baúl muy hermoso de piel me hizo una buena impresión, y otro gran baúl aplastado, de camarote, hacía pensar en largos viajes anteriores, por lo menos tenía pegadas etiquetas amarillentas de hoteles y sociedades de transporte de diversos países, hasta transoceánicos.

Después llegó él mismo, y empezó la época en que yo conocí poco a poco a este hombre singular. En un principio no hice nada por mi parte para ello. Aun cuando Haller me interesó desde el primer momento en que lo vi, no di durante las primeras semanas paso alguno para encontrarlo o trabar conversación con él. En cambio, y esto tengo que confesarlo, es verdad que desde un principio observé un poco al individuo; a veces durante su ausencia entré en su cuarto, y por natural curiosidad, me dediqué al espionaje.

Ya he consignado algunos detalles del aspecto exterior del lobo estepario. A primera vista daba, desde luego, la impresión de un hombre superior, nada vulgar y de extraordinario talento; su rostro, lleno de espiritualidad, y el juego extremadamente delicado e inquieto de sus rasgos reflejaban una vida anímica interesante, excesivamente agitada, enormemente delicada y sensible. Cuando se hablaba con él y él —lo que no siempre sucedía— traspasaba los límites de lo convencional y, dejándose llevar de su singular naturaleza, decía palabras personales y propias, entonces uno de nosotros no tenía más remedio que subordinársele, él había pensado más que otros hombres, poseía en asuntos del espíritu aquella serena objetividad, aquella segura reflexividad y sabiduría que sólo tienen las personas verdaderamente espirituales, a las que falta toda ambición y nunca desean brillar, ni convencer a los demás, ni siquiera tener razón.

De la última época de su estancia aquí recuerdo una expresión en ese sentido, que ni siquiera llegó a pronunciar, pues consistió simplemente en una mirada. Había por entonces anunciado una conferencia en el salón de fiestas un célebre filósofo de la Historia y crítico cultural, un hombre de fama europea, y yo había logrado convencer al lobo estepario, que en un principio no tenía gana ninguna, de que fuera a la conferencia. Fuimos juntos y estuvimos sentados el uno al lado del otro. Cuando el orador subió a la tribuna y empezó su discurso, defraudó, por la manera presumida y frívola de su aspecto, a más de cuatro oyentes, que se lo habían figurado como una especie de profeta. Cuando empezó a hablar, diciendo al auditorio algunas lisonjas y agradeciéndole que hubiese acudido en tan gran número, entonces me echó el lobo estepario una mirada instantánea, una mirada de crítica de aquellas palabras y de toda la persona del orador, ¡oh, una mirada inolvidable y terrible, sobre cuya significación podría escribirse un libro entero! La mirada no sólo criticaba a aquel orador y pulverizaba al hombre célebre con su irresistible ironía; eso era en ella lo de menos. La mirada era mucho más triste que irónica, era insondable y amargamente triste; su contenido era una desesperanza callada, en cierto modo irremediable y definitiva, y en cierto modo también convertida ya en forma y en hábito. Con su desolado resplandor iluminaba no sólo la persona del envanecido conferenciante y ridiculizaba y ponía en evidencia la situación del momento, la expectativa y la disposición del público y el título un tanto pretensioso del discurso anunciado —no, la mirada del lobo estepario atravesaba penetrante todo el mundo de nuestro tiempo, toda la fiebre de actividad y el afán de arribismo, la vanidad entera y todo el juego superficial de un espiritualismo fementido y sin fondo—. ¡Ay!, y por desgracia la mirada profundizaba aún más; llegaba no sólo a los defectos y a las desesperanzas de nuestro tiempo, de nuestra espiritualidad y de nuestra cultura: llegaba hasta el corazón de toda la humanidad, expresaba elocuentemente en un solo segundo la duda entera de un pensador, de un sabio quizá, en la dignidad y en el sentido general de la vida humana. Aquella mirada decía: «¡Mira, estos monos somos nosotros! ¡Mira, así es el hombre!». Y toda celebridad; toda discreción, todas las conquistas del espíritu, todos los avances hacia lo grande, lo sublime y lo eterno dentro de lo humano, se vinieron a tierra y eran un juego de monos…

Con esto me he anticipado demasiado y, contra mi propósito y mi deseo realmente, he dicho en el fondo ya lo esencial sobre Haller, cuando en un principio fue mi idea sólo ir descubriendo poco a poco su imagen, a medida que refería mi paulatino conocimiento con él.

Ya que me he adelantado de este modo, es preciso seguir hablando de la enigmática «extravagancia» de Haller y dar cuenta en detalle de cómo yo presentí y llegué poco a poco a conocer los fundamentos y la significación de esta extravagancia, de este extraordinario y terrible aislamiento. Así es mejor, pues quisiera dejar a mi propia persona todo lo más posible en segundo término. No quiero publicar mis confesiones, ni contar novelas o entregarme a la sicología, sino sencillamente contribuir como testigo presencial con algún detalle al retrato del hombre singular que dejó estos manuscritos del lobo estepario.

Al verlo ya por primera vez, cuando entró por la puerta vidriera de la casa de mi tía con la cabeza levantada como los pájaros y alabando el buen olor de la casa, me llamó en cierto modo la atención lo típico de este hombre, y mi primera e ingenua reacción contra ello fue de aversión. Me daba cuenta (y mi tía, que, en contraposición a mí, no es en absoluto una intelectual, notaba exactamente lo mismo), me daba cuenta de que aquel hombre estaba enfermo, de algún modo enfermo del espíritu, del ánimo o del carácter, y me defendía contra él con el instinto del hombre sano. Esta repulsa fue sustituida en el transcurso del tiempo por simpatía, que tenía por base una gran compasión hacia este grave y perpetuo paciente, de cuyo aislamiento y de cuya muerte interna yo era testigo presencial.

 En este periodo fui teniendo conciencia cada vez más clara de que la enfermedad de este hombre no dependía de defectos de su naturaleza, sino, por el contrario, únicamente de la gran abundancia de sus dotes y facultades disarmónicas. Pude comprobar que Haller era un genio del sufrimiento, que él, en el sentido de muchos aforismos de Nietzsche, se había forjado dentro de sí una capacidad de sufrimiento ilimitada, genial, terrible. Al mismo tiempo comprendí que la base de su pesimismo no era desprecio del mundo, sino desprecio de sí mismo, pues si bien hablaba sin miramientos y con un sentido demoledor de instituciones y de personas, nunca se excluía a sí, siempre era él mismo el primero contra quien dirigía sus flechas, era él mismo el primero a quien odiaba y negaba…

Aquí tengo que intercalar una observación sicológica. A pesar de que sé muy poco acerca de la vida del lobo estepario, tengo, sin embargo, gran fundamento para creer que fue educado por padres y maestros amantes, pero severos y muy religiosos, en aquel sentido que hace del «quebranto de la voluntad» la base de la educación.

Ahora bien, esta destrucción de la personalidad y quebranto de la voluntad no dieron resultado en este discípulo; para ello era él demasiado fuerte y duro, demasiado altivo y espiritual. En lugar de destruir su personalidad, sólo se consiguió enseñarle a odiarse a sí mismo. Contra sí, contra este objeto inocente y noble, dirigió ya toda su vida el genio entero de su fantasía, la fuerza toda de su capacidad de pensamiento. Pues en esto, y a pesar de todo, tenía un sentido eminentemente cristiano y de mártir, ya que toda causticidad, toda crítica, toda malicia y odio de que era capaz los desataba ante todo, y en primer término, contra su propia persona.

Por lo que se refería a los demás, a cuantos lo rodeaban, no dejaba de hacer constantemente los intentos más heroicos y serios para quererlos, para hacerles justicia, para no causarles daño, pues el «ama a tu prójimo» lo tenía tan hondamente inculcado como el odio a sí mismo. Y de este modo, fue toda su vida una prueba de que sin amor de la propia persona es también imposible el amor al prójimo, de que el odio de uno mismo es exactamente igual, y a fin de cuentas produce el mismo horrible aislamiento y la misma desesperación, que el egoísmo más rabioso.

Pero ya es hora de que deje a un lado mis ideas y hable de realidades. Lo primero, pues, que logré saber del señor Haller, en parte por mi propio espionaje, en parte debido a observaciones de mi tía, se refería a su manera de vivir. Que era un hombre de ideas y de libros y que no ejercía ninguna profesión práctica, se echaba pronto de ver. Estaba en la cama mucho tiempo; a veces se levantaba poco antes de mediodía, y tal y como estaba, con su traje de dormir, salvaba los pocos pasos desde la alcoba al gabinete. Este gabinete, un sotabanco grande y amable, con dos ventanas, tenía ya a los pocos días un aspecto completamente diferente a la época en que había estado habitado por otros inquilinos. Se iba llenando de multitud de cosas, y con el tiempo se llenaba cada vez más. En las paredes aparecían cuadros colgados, o dibujos clavados, a veces imágenes recortadas de revistas, que cambiaban con frecuencia. Un paisaje meridional, fotografías de una pequeña ciudad campesina de Alemania, evidentemente el pueblo natal de Haller, pendían allí, y entre ellas brillantes acuarelas de colores, de las cuales no supimos hasta más tarde él mismo las había pintado. Luego el retrato de una señora joven y guapa, o el de una jovencita. Durante una temporada estuvo colgado en la pared un buda siamés, fue sustituido por una reproducción de la Noche, de Miguel Ángel; luego, por un retrato del Mahatma Gandhi. Los libros no sólo llenaban el gran armario-librería, sino que estaban por todas partes, sobre las mesas, en el elegante escritorio antiguo, en el diván, sobre las sillas, en el suelo, libros con señales de papel entre sus hojas, que continuamente iban cambiando. Los libros aumentaban de día en día, pues no sólo se traía grandes cantidades de las bibliotecas, sino que recibía con mucha frecuencia paquetes por correo. El hombre que habitaba este cuarto podía ser un erudito. Con ello venía bien el humo de tabaco que todo lo envolvía, y las puntas de cigarros y los ceniceros que se veían por doquiera. Una gran parte de los libros no era, sin embargo, de contenido científico. La inmensa mayoría eran obras de los poetas de todos los tiempos y países. Una temporada estuvieron sobre el diván, donde él pasaba a menudo acostado días enteros, los seis gruesos tomos de una obra titulada Viaje de Sofía, de Memel a Sajonia, de fines del siglo XVIII. Una edición completa de Goethe y otra de Jean Paul eran al parecer muy usadas, lo mismo Novalis, y también Lessing, Jacobi y Lichtenberg. Algunos tomos de Dostoyevski estaban llenos de papeles cuajados de notas. En la mesa grande, entre los numerosos libros y escritos, había con frecuencia un ramo de flores; allí solía hallarse también una caja de pinturas, la cual, sin embargo, estaba siempre llena de polvo; al lado, los ceniceros, y, para no dejar de decirlo tampoco, toda clase de botellas y de bebidas. Había una botella recubierta de una funda de paja, llena generalmente de vino tinto italiano, que él se procuraba en una tienda de la vecindad; a veces se veía también una botella de Borgoña, así como otra de Málaga, y una gruesa botella de kirsch vi vaciarse casi por completo en muy poco tiempo, desaparecer luego en un rincón de la habitación y cubrirse de polvo, sin que el resto del contenido siguiera mermando.

No he de justificarme del espionaje a que me dedicaba, y he de confesar también abiertamente que en los primeros tiempos todos estos signos de una vida, aunque llena de inquietudes espirituales, pero muy desordenada y sin freno, me produjeron aversión y desconfianza. No soy sólo un hombre burgués y de vida regular; soy además abstemio y no fumador, y aquellas botellas en el cuarto de Haller me gustaban aún menos que todo el pintoresco desorden restante.

Lo mismo que con el sueño y el trabajo, vivía el forastero también de una manera

muy desigual y caprichosa por lo que se refiere a las comidas y bebidas. Muchos días ni siquiera salía a la calle y, fuera del desayuno, no tomaba absolutamente nada; con frecuencia encontraba mi tía como único resto de su comida una corteza de plátano en el suelo. Pero otros días comía en restaurantes, unas veces en buenos y elegantes, otras en pequeñas tabernas de los suburbios. Su salud no debía ser buena; aparte de la dificultad en las piernas, con las que a veces le costaba gran trabajo subir la escalera, parecía sufrir algunos otros achaques, y una vez dijo de pasada que ya desde hacía años ni digería ni dormía bien. Yo lo achacaba principalmente a subebida. Más adelante, cuando alguna vez lo acompañé a alguno de sus cafetines, fui testigo a menudo de cómo ingería los vinos de prisa y caprichosamente; pero verdaderamente borracho no llegué a verlo jamás, ni nadie tampoco lo ha visto.

Nunca olvidaré nuestro primer encuentro personal. No nos conocíamos más que como suelen conocerse vecinos de cuarto en una casa de alquiler. Una tarde volvía yo a casa de mi trabajo y encontré, para mi asombro, al señor Haller sentado en el descansillo de la escalera, entre el primero y el segundo pisos. Se había sentado en el último escalón y se hizo un poco a un lado para dejarme pasar. Le pregunté si se había puesto malo y me ofrecí a acompañarlo hasta arriba.

Haller me miró, y hube de observar que lo había despertado de una especie de estado letárgico. Lentamente empezó a sonreír, con esa su sonrisa bella y lastimosa, con la que me ha atormentado tantas veces; luego me invitó a sentarme a su lado. Le di las gracias y dije que no tenía costumbre de sentarme en la escalera, ante la vivienda de los demás.

—Es verdad —dijo, y sonrió más—; tiene usted razón. Pero espere todavía un momento; no quiero dejar de enseñarle por qué he tenido que quedarme sentado aquí un poco.

Y diciendo esto señalaba al espacio delante del cuarto del primer piso, donde vivía una viuda. En el pequeño espacio con el suelo de parquet, entre la escalera, la ventana y la puerta de cristales, había adosado a la pared un gran armario de caoba, con viejas aplicaciones de metal, y delante del armario, en el suelo, sobre dos pequeños soportes, había dos plantas en grandes macetas, una azalea y una araucaria. Las plantas lucían bonitas y estaban siempre muy limpias y magníficamente cuidadas; esto ya me había llamado a mí la atención agradablemente.

—Ve usted —continuó Haller—, este vestíbulo diminuto con la araucaria huele de modo tan encantador; a menudo no puedo pasar por aquí sin pararme un rato.

También en casa de su tía huele muy bien y reina el orden y la mayor pulcritud; pero este rincón de esta araucaria es de tan radiante pureza, está tan barrido y encerado y lavado, tan inviolablemente limpio, que ciega su resplandor. Aquí tengo siempre que respirar abriendo mucho la nariz. ¿No lo huele usted también? ¡Cómo el olor de la cera del piso y una leve reminiscencia de trementina, juntamente con la caoba, las hojas lavadas de las plantas y todo lo demás producen un aroma, un superlativo de limpieza burguesa, de esmero y exactitud, de cumplimiento del deber y de devoción a los detalles! No sé quién vive ahí; pero detrás de esos cristales debe haber un paraíso de pulcritud y de limpia civilidad, de orden y de escrupuloso y conmovedor apego a los pequeños hábitos y deberes.

Como yo callara, siguió él:

—Ruego a usted que no piense que hablo irónicamente. Caballero, nada más lejos de mi propósito que querer de algún modo reírme de esta civilidad y de este orden. Bien es verdad que yo vivo en otro mundo diferente, no en éste, y tal vez no sería capaz de aguantar ni un solo día siquiera en una vivienda con tales araucarias.

Pero aunque yo sea un viejo y pobre lobo estepario, no dejo de ser al mismo tiempo hijo de una madre, y también mi madre era una señora burguesa y cultivaba flores y cuidaba de las habitaciones y de la escalera, de muebles y cortinas, y procuraba dar a su casa y a su vida tanta pulcritud, limpieza y honestidad como era posible. A esto me recuerda el vaho a trementina y la araucaria, y por eso me quedo sentado aquí alguna que otra vez, mirando este pequeño y callado jardín del orden alegrándome que aún haya estas cosas en el mundo.

Quiso levantarse, pero le costó trabajo y no me rechazó cuando traté de ayudarle un poco. Permanecí en silencio; pero había sucumbido, lo mismo que antes le había pasado a mi tía, a algún encanto que a veces podía ejercer este hombre extraño.

Despacio subimos juntos la escalera, y delante de su puerta, ya con la llave en la mano, me miró de nuevo expresivo y muy amable a la cara y dijo:

—¿Viene usted de su despacho? Vaya, de eso no entiendo una palabra; yo vivo como apartado, un poco al margen, ¿sabe usted? Pero creo que a usted le interesan también los libros y cosas parecidas; su tía me ha dicho alguna vez que usted ha terminado bien sus estudios del Gimnasio y que ha sido un buen conocedor del griego. Esta mañana, leyendo a Novalis, he encontrado una frase. ¿Me permite usted que se la enseñe? Le gustará mucho.

Me hizo entrar con él en su habitación, donde olía fuertemente a tabaco; sacó un libro de un montón de ellos, hojeó, buscó…

—Esta también está bien, muy bien —dijo—; escuche usted la frase: «Hay que estar orgulloso del dolor; todo dolor es un recuerdo de nuestra condición elevada».

¡Magnifico! ¡Ochenta años antes que Nietzsche! Pero no es ésta la sentencia a que yo me refería; espere usted, aquí la tengo. Vea: «La mayor parte de los hombres no quieren nadar antes de saber». ¿No es esto espiritual? ¡No quieren nadar, naturalmente! Han nacido para la tierra, no, para el agua. Y, naturalmente, no quieren pensar: como que han sido creados para la vida, ¡no para pensar! Claro, y el que piensa, el que hace del pensar lo principal, ese podrá acaso llegar muy lejos en esto; pero ese precisamente ha confundido la tierra con el agua, y un día u otro se ahogará.

Ya estaba yo fascinado y lleno de interés, y me quedé con él un momento, y a partir de aquel día no era raro que en la escalera o en la calle, cuando nos encontrábamos, hablásemos un poco. Al principio, en aquellas ocasiones, lo mismo que ante la araucaria, no dejaba yo de tener un poco la sensación de que se burlaba de mí. Pero no era así. A mí, lo mismo que a la araucaria, nos tenía verdadero respeto, estaba tan conscientemente convencido de su aislamiento, de su natación en el agua, de su desarraigo, que sin pizca de sarcasmo podía llegar a veces a entusiasmarse ante cualquier acto corriente de la vida burguesa cotidiana; por ejemplo, la puntualidad con que yo iba a mi oficina, o la expresión proferida por un criado o por un conductor de tranvía. En un principio me parecía esto bastante ridículo y exagerado, una especie de extravagancia señoril o bohemia, un sentimentalismo artificioso. Pero cada vez más hube de ver que desde su espacio vacío, desde su modo de ser extraño y su lobuznez esteparia, le admiraba nuestro pequeño mundo burgués y lo amaba, como a lo firme y seguro, como a lo lejano e inasequible, como al hogar y a la paz, hacia los cuales no había camino alguno para él. Ante nuestra asistenta, una buena y pobre mujer, se quitaba siempre el sombrero con no fingido respeto, y cuando mi tía hablaba alguna vez con él, o le llamaba la atención acerca de la necesidad de alguna reparación en su ropa o de algún botón que se le caía a su abrigo, entonces escuchaba con una atenta y extraña consideración como si se afanara indecible y desesperadamente por penetrar, por una rendija cualquiera, en este pequeño mundo pacífico y aclimatarse a él, aunque no fuera más que por una hora.

Ya en la primera conversación, ante la araucaria, se llamó a sí mismo lobo estepario, y también esto me sorprendió y me molestó bastante. ¿A qué venían esas expresiones? Pero acabé por dejar valer la palabra no sólo por costumbre, sino que pronto yo entre mí, en mis pensamientos, no nombraba a aquel hombre de otra manera más que lobo estepario, y aun hoy no sabría un apelativo más a propósito para este fenómeno. Un lobo estepario perdido entre nosotros, dentro de las ciudades, en medio de los rebaños —más convincente no podría presentarlo otra metáfora, ni a su misántropo aislamiento, a su rudeza e inquietud, a su nostalgia por un hogar de que carecía.

Una vez pude observarlo toda una velada en un concierto sinfónico, en donde, para mi sorpresa, lo vi sentado cerca de mí, sin que él se diera cuenta. Primero, tocaron algo de Händel, una música noble y bella; pero el lobo estepario estaba en su butaca abismado en sí mismo, sin conexión ni con la música ni con cuanto lo rodeaba. Ausente, solitario y extraño, estaba sentado con una expresión fría, pero llena de preocupaciones, y mirando en el vacío. Luego vino otra pieza, una pequeña sinfonía de Friedemann Bach, y entonces vi con asombro, cómo a los pocos

compases mi forastero empezaba a sonreír y a entregarse, se reconcentró dentro de sí y durante diez minutos apareció tan dichosamente abstraído y entregado a ensueños tan venturosos, que yo atendía más a él que a la música. Cuando la pieza hubo terminado, despertó, se sentó más derecho, hizo ademán de levantarse y parecía que quería irse; pero permaneció sentado y escuchó aún la última parte; eran unas variaciones de Negar, una música que por muchos es considerada como algo lánguida y fatigante. Y también el lobo estepario, que al principio todavía había escuchado atentamente y con buena voluntad, volvió a extraviarse, metió las manos en los bolsillos y se reconcentró de nuevo dentro de sí; pero ahora no feliz y en ensueños, sino triste y al final irritado; su cara estaba otra vez lejos, con un tinte gris y apagada; daba la impresión de viejo y enfermo y descontento.

Después del concierto volví a verlo en la calle y fui siguiéndolo; embutido en su gabán, caminaba como cansado y sin gana en dirección a nuestro barrio; pero se quedó parado ante un pequeño restaurante pasado de moda, miró indeciso al reloj y acabó por entrar. Yo seguí un impulso del momento y entré tras él. Allí estaba sentado, en una mesa modestita del café; la encargada y la camarera lo saludaron como a parroquiano conocido, yo saludé también y fui a sentarme a su lado. Una hora estuvimos allí, y mientras yo tomé dos vasos de agua mineral, se hizo servir él medio litro, y luego un cuarto más, de vino tinto. Yo dije que había estado en el concierto; pero él no quiso abordar el tema. Leyó la etiqueta de mi botella y me preguntó si no quería beber vino, a lo que me invitaba. Cuando oyó que yo no bebía vino nunca, puso una vez más su cara irremediable y dijo:

—Sí, tiene usted razón. Yo también he vivido en continencia durante muchos años y he ayunado mucho tiempo; pero actualmente estoy otra vez bajo el signo de Acuario, un signo oscuro y húmedo.

Y cuando yo, en broma, recogí esta alusión e indiqué cuán poco probable me resultaba que precisamente él creyera en la Astrología, volvió a adoptar el tono demasiado cortés, que a menudo me molestaba, y dijo:

—Muy exacto; tampoco en esta ciencia puedo creer, por desgracia.

Me despedí y salí, y él no volvió a casa hasta muy tarde por la noche; pero su paso era el de costumbre, y, como siempre, no se fue a la cama en seguida (yo oía esto perfectamente desde mi cuarto vecino), sino que aún se entretuvo en su gabinete como una hora entera con la luz encendida.

Tampoco he podido olvidar otra tarde. Estaba yo solo en casa; mi tía había salido y llamaron a la puerta, y cuando abrí me hallé ante una señora joven y muy guapa, y al preguntarme ella por el señor Haller, la reconocí: era la de la fotografía de su cuarto. Le mostré la puerta y me retiré; ella permaneció arriba un rato, pero pronto los oí bajar la escalera los dos juntos y salir animados y muy contentos conversando de buen humor. Me extrañó mucho que el anacoreta tuviese una querida, y tan joven, guapa y elegante, y todas mis suposiciones sobre él y su vida se me volvieron otra vez confusas. Pero antes de una hora tornó él a casa, solo, con su paso pesado y triste, subió penosamente la escalera y estuvo largas horas en su gabinete, paseando despacio de un lado a otro, exactamente lo mismo que un lobo ensu jaula; toda la noche, casi hasta por la mañana, hubo luz en su cuarto.

Sobre estas relaciones no sé nada, y sólo he de agregar: otra vez lo vi junto con aquella señora en una calle de la ciudad. Iban del brazo, y él parecía feliz; volvió a admirarme cuánta gracia y hasta ingenuidad podía tener en ocasiones su rostro solitario y preocupado, y comprendí a aquella mujer y comprendí la simpatía de mi tía por este hombre. Pero también aquel día regresó por la noche triste y digno de lástima; me lo encontré en la puerta de la calle; llevaba consigo debajo del abrigo, como más de cuatro veces, la botella de vino italiano, y con ella estuvo sentado media noche arriba en su madriguera. Me daba mucha lástima. Pero ¿qué vida tan impotente, desolada y perdida era la suya?

Bien, ya se ha hablado bastante. No se necesitan más informes ni narraciones para indicar que el lobo estepario llevaba la vida de un suicida. Y, sin embargo, no creo que se quitara la vida en aquella ocasión en que inopinadamente y sin despedirse, pero después de abonar todo lo que tenía pendiente, abandonó un buen día nuestra ciudad y desapareció. No hemos vuelto a oír nada más de él, y aún conservamos algunas cartas que llegaron a su dirección. No se dejó otra cosa más que un manuscrito, compuesto durante su estancia en ésta, y que con pocos renglones me dedicó a mí, con la observación de que podía hacer de él lo que se me antojara.

No me ha sido posible comprobar, en cuanto a su contenido de realidad, los sucesos que refiere el manuscrito de Haller. No dudo de que en su mayor parte son ficciones; pero no en el sentido de invenciones arbitrarias, sino a modo de un ensayo de expresión para representar procesos anímicos hondamente vividos con el ropaje de sucesos visibles. Los incidentes, en gran parte fantásticos, en el trabajo de Haller proceden probablemente de la última época de su permanencia entre nosotros, y yo no dudo de que les sirve de base un trozo de vida real externa. En aquel tiempo mostraba, en efecto, nuestro huésped una conducta y un aspecto cambiados; estaba muchas horas fuera de casa, hasta noches enteras, y sus libros permanecían sin que les hiciera caso. Las pocas veces en que por entonces lo encontré, parecía sorprendentemente animado y rejuvenecido, algunas verdaderamente alegre. Claro que inmediatamente después seguía una nueva y grave depresión, se quedaba los días enteros en la cama sin sentir necesidad de comer, y por aquella época cae también una pelotera extraordinariamente violenta, puede decirse que brutal, con su querida recién surgida de nuevo, escándalo que puso en revolución a toda la casa y por el cual Haller, al día siguiente, fue a pedir perdón a mi tía.

No, estoy persuadido de que no se ha quitado la vida. Vive todavía; por cualquier parte va subiendo y bajando, sobre sus piernas cansadas, las escaleras de casa extrañas; en cualquier parte está mirando fijamente suelos relucientes de parquet y araucarias pulcramente cuidadas; pasa los días en las bibliotecas y las noches en los colmados, o está tendido sobre un sofá alquilado; desde sus ventanas oye vivir al mundo y a los hombres y se sabe excluido, pero no se mata, pues un resto de fe le dice que tiene que apurar hasta el fin dentro de su corazón este sufrimiento, este tremendo sufrimiento, que es de lo que, a la postre, habrá de morir. Yo pienso con frecuencia en él; no me ha hecho la vida más fácil, no tuvo el don de apoyar y fomentar en mí lo fuerte y alegre, ¡oh, al contrario! Pero yo no soy él, y yo no llevo su clase de vida, sino la mía: una vida minúscula y burguesa, pero asegurada y llena de deberes. Y de este modo podemos pensar en él con calma y amistad yo y mi tía, la cual sabría contar de él más que yo; pero eso queda guardado en su corazón bondadoso.

Por lo que atañe a las anotaciones de Haller, estas fantasías maravillosas, en parte enfermizas, en parte bellas y llenas de ideas, he de decir que seguramente hubiera tirado con indignación estas hojas, si hubiesen caído en mis manos y su autor no me hubiera sido conocido. Pero por mi trato con Haller me ha sido posible comprenderlas en parte y hasta aprobarlas. Tendría escrúpulos de comunicarlas a los demás, si viera en ellas únicamente las fantasías patológicas de un pobre melancólico aislado. Pero en ellas veo algo más: un documento de la época, pues la enfermedad psíquica de Haller es —hoy lo sé— no la quimera de un solo individuo, sino la enfermedad del siglo mismo, la neurosis de aquella generación a la que Haller pertenece, enfermedad de la cual no son atacadas sólo las personas débiles e inferiores, sino precisamente las fuertes, las espirituales, las de más talento.

Estas anotaciones —y da lo mismo que tengan, por base mucho o poco de sucesos reales— son un intento de vencer la gran enfermedad de la época no con medios indirectos ni paliativos, sino procurando hacer a la misma enfermedad el objeto de la exposición. Significan literalmente un paseo por el infierno, un paseo, ora lleno de angustia, ora animoso, a través del caos de un mundo síquico en tinieblas, emprendido con la voluntad de atravesar el infierno, mirar frente a frente al caos, soportar el mal hasta el fin.

Unas palabras de Haller me han dado la clave para comprenderlo así. Una vez, después de una conversación acerca de las llamadas crueldades en la Edad Media, me dijo:

—Esas crueldades no lo son en realidad. Un hombre de la Edad Media execraría todo el estilo de nuestra vida actual no ya como cruel, sino como atroz y bárbaro.

Cada época, cada cultura, cada costumbre y tradición tienen su estilo, tienen sus ternuras y durezas peculiares, sus crueldades y bellezas; consideran ciertos sufrimientos como naturales; aceptan ciertos males con paciencia. La vida humana se convierte en verdadero dolor, en verdadero infierno sólo allí donde dos épocas, dos culturas o religiones se entrecruzan. Un hombre de la antigüedad que hubiese tenido que vivir en la Edad Media se habría asfixiado tristemente, lo mismo que un salvaje tendría que asfixiarse en medio de nuestra civilización. Hay momentos en los que toda una generación se encuentra extraviada entre dos épocas, entre dos estilos de la vida, de tal suerte, que tiene que perder toda naturalidad, toda norma, toda seguridad e inocencia. Es claro que no todos perciben esto con la misma intensidad.

Una naturaleza como Nietzsche hubo de sufrir la miseria actual con más de una generación por anticipado; lo que él, solitario e incomprendido, hubo de gustar hasta la saciedad, lo están soportando hoy millares de seres.

Muchas veces he tenido que recordar estas palabras al leer las anotaciones.

Haller pertenece a aquellos que se han enzarzado entre dos épocas, que se han salido de toda seguridad e inocencia, a aquellos cuyo sino es vivir todos los enigmas de la vida humana sublimados como infierno y tormento en su propia persona.

En esto está, a mi juicio, el sentido que pueden tener para nosotros sus anotaciones, y por eso me decidí a publicarlas. Por lo demás, yo no he de salir a su defensa, ni condenarlas; que cada lector lo haga según su conciencia.


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